domingo, 18 de septiembre de 2011

NOTA PREVIA, ADVERTENCIA, RECOMENDACIÓN, PETICIÓN Y CONTACTO


NOTA PREVIA

El contenido de este texto es reproducción del publicado en 1989 con las siguientes referencias:

© Diputación de Salamanca

© Emilio Rodríguez

I.S.B.N.: 84-7797-0394-4

Depósito legal: S. 595-1989

Imprenta .KADMOS, S.C.L. Avda. de la Aldehuela, 42

(Polígono El Tormes·), Naves 5-6 TeIéfs. (923) 23.02.51 - 21.98.13 Salamanca, 1989

ADVERTENCIA

La obra original ha sido maquetada nuevamente para facilitar su publicación electrónica en un blog del Poeta Emilio Rodríguez, ha cambiado la portada, la contraportada, el número de páginas y el Índice.


RECOMENDACIÓN

Dado que la edición original está agotada, el autor autoriza a sus lectores a reproducir esta obra para uso personal, con el ruego de que se cite su procedencia.

PETICIÓN

Si algún lector quedase especialmente complacido con la lectura de HORAS MENORES puede manifestar su satisfacción entregando un pequeño donativo a cualquier organización dedicada a mejorar las condiciones de vida de los habitantes de este mundo.


CONTACTO

Los lectores que deseen ponerse en contacto con el autor de este libro pueden hacerlo escribiendo a su dirección electrónica poetaemiliorodriguez@gmail.com

ÍNDICE


AMISTAD QUE QUISO SER PROLOGO

I.-TRAGOS DE ARENA

II.- SONIDO ENTERRADO

AMISTAD QUE QUISO SER PROLOGO


Emilio Rodríguez, capitán de tertulia poética, es algo así como la Legión: a quienes llegan a él no les pregunta qué vientos traen, qué asalto luminoso han cometido contra la poesía. Luego, si llega el caso, los perdona. A él jamás lo he visto perdonarse.

Así 10 conocí yo, hace algunos años, una tarde de mayo y de palabras, en su convento de San Esteban. Así tuvo que perdonarme.

Recuerdo que leyó cosas que me gustaron, aunque las leyó mal, muy mal. Parecía como si, al acercaros, se le cansaran todos los versos en la voz y vinieran de mucho más lejos de lo que venían: de una infancia asturiana imposible, tan hermosa de antorchas que no podía ser suya ni de nadie en la tierra.

Acababa de publicar un libro: Pregunto por el si­lencio. Yo lo leí como creo que se debe leer un libro de poesía: con los oídos, con los ojos, con el silencio. Quise compartir mis reflexiones con alguien y sur­gieron unas cuartillas que hablaban de nieblas, de ca­rretas, de rebecos, de bosques. Aún no conocía yo Asturias, pero muy pronto pude comprobar hasta qué punto Emilio me la había hecho florecer en el poema. Entonces sinteticé todo aquello en la palabra regre­sos y quería decir que el poeta había desandado con la boca --con la boca agrietada de caminos- todas las piedras suyas, hasta la sed primera. Me equivoqué, como la paloma de Alberti, de cielo y de nostalgia. Y sé que no se vuelve: son ellos, los recuerdos, viejas madres vacías, los que regresan a llenarse de nosotros. Y lo hacen tan dulcemente que nos rompen las puertas.

De aquel libro tengo en la memoria un verso que me parece mío: Todavía no he descansado de la infan­cia.

Pronto llegó la amistad y pude leer -para mí sólo, como una cabalgata de Reyes para un niño riquísimo o ciego- casi toda la poesía de Emilio Rodríguez. Ha escrito mucha y a mí me parece que sigue sin ajarse -¿en qué carpetas?-, esperando, un silencio con memoria de voz.

También la he visto nacer (mira, / mira cómo me nacen los poemas).

Nace en alumbramientos difíciles, en larguísimas madrugadas de lucidez y de fuego. La he visto doler durante meses. La he visto no nacer.

Así surgieron, síntesis de esbeltez y de hondura, estas Horas Menores.

Poesía para el lujo imaginativo, desangrada hacia dimensiones esenciales. Poesía, en suma, para el hombre total. Asalto continuo de lo sorprendente. Ruptura con la pobre lógica cotidiana, la que nos ponemos todos los lunes para convencemos de que el reloj marca una hora cada sesenta minutos.

Pero conquista, en cambio, de la lógica eterna, burladora del espacio y del tiempo, tenazmente resbaladiza, latigadora de la muerte aherrojada. La poesía es nuestra, pero no esclava nuestra. Es necesa­rio sorprenderla para quedar sorprendidos. Violar las luces desgastadas, desgarrar las suturas. Urgir el lu­minoso, diario nacimiento: Hay fracturas que aroman / la dignidad de otras liturgias.

Esto es, aproximadamente, lo que yo creo que ha hecho Emilio Rodríguez:


Delante de tu voz

se alza una torre

herida de banderas

hasta agosto.

Serpiente de tu pelo

a boca llena,

como una espiral loca de vencejos.

Algunos de sus poemas son hermosísimas gregue­rías, deslumbrantes hallazgos visuales e imaginativos: Los guijarros se siembran / en invierno / para que pueda el verano / tener dientes. O bien: El silencio es un racimo / al que se van añadiendo / esqueletos vacíos de palabras.

Otras veces, la palabra se esencializa en lo es­tremecedor humano, abriendo boquetes de inagotable proyección sugestiva:

El tiempo tiene ojeras

y puede convertirse

en árbol paralelo

a los railes tristes

de la niebla

cuando se queda ciega

sobre el río.

El tiempo, la soledad y la muerte pueden encon­trarse con lo lúdico sin repugnancia alguna, no como signos de contradicción, sino como necesaria afirma­ción de plenitud en la ultralógica.

Aceptar esta lúcida convivencia e integrada en ese punto de intersección donde concluye el severo raciocinio y da comienzo el caos iluminante es ganar doblemente. En primer lugar, la potenciación de una vía acaso no usual de comprensión del ser. Y luego, el disfrute estético del libro que tienes, lector, en tus manos. Esto te dice su autor: Te esperaré en voz alta.


ANTONIO SANCHEZ ZAMARREÑO

I.-TRAGOS DE ARENA


La niebla es un buen traje

de estar muerto,

y las manos afiladas dan la hora

con sonido de bizcochos.


Se me atascó el piano

en la pupila.

No pude regresar de aquella ira

que sentías cuando el reloj

te daba besos.

A veces damos pan

a las estrellas.

O nos llama la tormenta

y no hemos regresado todavía

de nuestro viaje diario

a las veletas.

Mascando pan de alambre

me suscribo

al limo parietal de tu epidermis.

La noche estaba sola

y hacía llanto

entre los muslos

de la estatua.

Algunos abedules dicen misa

mientras, redondo, ladra el sol

en el ojo apedreado

del alfeizar.

El pozo está cansado

de ser ojo

y quiere andar desnudo

entre los trigos.

Hacía viento sur en tus ojeras

el día que agonicé dientescorbata.

Estuve roto y dije

otras mentiras

que no llegó a creer

tu eterno labio.

A orillas de tu ojo

estuvo el viento

sentado como buda de las cuatro.

Si alguna vez regresas.

a las cañas,

podrás ver que los vidrios

no envejecen.

Estuve en tu balcón.

No eras la rosa.

Estuve en tu balcón

llorando el agua.

No había amanecido

en las cortinas.

Para la piel de ahora

y para cuando

me encuentre el sol subido

en las rodillas,

ya tengo una palabra

hecha de círculos,

como las piedras locas

de un diluvio.

Aquí yace una hora,

un músculo de tiempo

tan pequeño

que apenas los relojes

lo sabían.

Pero el árbol

nunca es horizontal,

nunca se calla

y puede marchar lejos

bajo tierra.


Los guijarros se siembran

en invierno

para que pueda el verano

tener dientes.

Otros caballos lloran,

no almireces,

no viento de orinales.

Tibias locas.

Una flauta de caña

me agoniza.

Por donde lloran álamos

el viento de las doce.

Tus zapatos de carne

no me sirven ahora

para hacer este salto

de quizá no tan lejos.

Pero estábamos vivos

y tejíamos la risa

como un vaso de vino

que refleja la noche.

Te conocí en un libro.

Por la montaña errante

de tu pelo

resbalaban mañanas de cereza.

He sellado las páginas

para que tu mirada

de sedal

no pueda herirme.

Oyes llorar el alba.

Te despiertas.

Un río ata tus manos.

Deja al tiempo,

con su pisada múltiple de hormiga,

trepar por la montaña

de tu sueño.

Escucha la almohada.

Ya no hay horas.

El llanto ha sepultado

los relojes.

Avanza por el alba tu silueta

de volúmenes claros,

de cadenas

para enlazar el aire.

Un río de cartílagos, de ojos,

lucha con la ceniza.

Has construido el árbol

y te alejas.

Otra vez tengo las manos

encendidas.

Hasta ahora no estuve nunca triste.

Es más, sólo lloré porque la lluvia

sacaba de mis ojos el pasado.

Hasta ahora no estuve nunca solo.

Si alguna vez grité

en la noche,

quizá estaba intentando conseguir

distintos tonos

de silencio.

Ulises, tus espaldas son azules

como un mar sonámbulo de élitros,

como la senda oscura de un entierro,

mientras la bruma enciende su tahona

y nos llena los labios de azahares.

El mar es tan amigo como un libro

donde escondemos cartas de cigüeñas,

donde la misma historia tiene venas

de distinta largura cada hora

que sonoriza otoño en nuestras cejas.

Como una flor de ahora

o esta nieve de antaño

para llenar rincones

de visceradas ansias.

El corazón no dice

las últimas noticias,

pero se queda triste

cuando los vientos vuelven

y no encuentran tejado

para extender sus huesos.

Cuando vuelvas de entonces

y me traigas

la grieta de un rosal

entre los ojos,

sabré que has visto el tiempo,

calle abajo,

rodando, como un niño

que se pierde

(Duke Ellington)


Agudos arcabuces, serpentinas

de melaza, con los dientes

apretados.

Una comba voluntad

de estar muy lejos,

de frotarse la piel por las aceras

para no ser nunca blanco,

para ser un poco

menos triste,

un poco menos corteza de bandera

y este líquido piano

que siempre está de luto.

Tenemos que llorar con mucho ahínco

para llevar los huesos

limpios

a la muerte.

En nada se parece un viento tuyo

al terco respirar

de los maizales.

Pero me llegas siempre

como alquimia

de un cielo con reflejos babeantes,

con montículos de lino

enmohecido.

Y aquel barco de niebla

que arrastraba

un caballo sin ojos

por el espejo blanco

de retamas.

Estos que somos tres, como un recuerdo

guardado en celofán, de madrugada.

Tu muerte, tu espesura, el implacable

puño de pedernal en las costillas.

Cuando tenga menos años, me resigno

a no sembrar futuro en las macetas.

Pero mi voz se ahueca y no florece

aunque rebaños vengan a ignoramos.

Al barco que navega tu pupila

no le han salido dientes

todavía.

Por eso la noche, de puntillas,

quiere imitar al mar

sin conseguirlo.

Me sorprendió la piedra,

estuve ciego

por siglos o minutos.

Pasó a mi lado el río

y la palabra

estuvo sentenciada, desde entonces,

a ser como la piel

que nos disfraza

de arena caminante

o viento detenido.

El tiempo mece al árbol

en tu ojo,

como estaba la semilla

cuando manos

la cercaban.

Se te sientan las sombras en el banco del parque

y tu espalda flaquea mientras llegan los álamos.

Una cierta insistencia, semejante al cariño,

va poniendo escaleras, palomares nocturnos,

donde esperan mañanas reticentes y locas

como fuego en la mano de noviembre aplazado.

Y los vasos te llenan con su terco vacío,

con sus franjas de azúcar, asomadas de lejos.

Un arroyo es un cuento repetido hasta el sueño,

repetido hasta el día en que espadas te digan.

La piedra te recuerda

siempre estático,

como eras cuando ella, idéntica a sí misma,

te esperaba.

El teléfono del mar

sonó toda la noche

entre las sábanas.

Soñé que, desde la muerte,

me llamabas.

(Jeronimus Bosch)

Por el alero venían los caballos.

Traían escafandras de azabache

y un cuchillo clavado en los ijares.

Las horas caían en los jarrones

con sonido de piedras

sobre el agua.

Estatuas doblaban la cintura

y recorrían a pie los negros pentagramas

de un lluvia semejante

a aquellos labios

que Dante no encontró

en su alegre recorrido

hacia la Estigia.

El almendro abrió los brazos

al camino.

Entonces comprendí

que marchar lejos

es también una forma

de no aceptar la muerte.

Delante de tu voz

se alza una torre

herida de banderas

hasta agosto.

Serpiente de tu pelo

a boca llena,

como una espiral loca

de vencejos.

Cuando llueve en las lámparas

y tu mano bosteza,

no me tires palabras.

El incendio de espejos

multiplica la ausencia.

Recuerda tu futuro.

Si consigues que el viento

te persiga,

podrías calmar la fiebre

en los relojes.

Algunos lunes de estos

no merece la pena

estar tan muerto.

Porque si alzas la cabeza

y te oyes respirar,

adivinas que tu voz

estuvo en casa.

Me despido de ti cada mañana

para volver despacio a mi tristeza.

Que me gusta morir con paso firme

sin tener que consultar con los espejos.

El mar es este monte derramado

que llama con el puño

a mi ventana.

Esta conciencia azul

de estar sentado

en niebla endurecida,

en rocas blancas

por las que van resbalando

las palabras.

Por escribir tu nombre en una piedra

recurro al alfabeto

de los árboles.

Y no tengo sonidos suficientes

para dejar cercado

este silencio

que grita y que da saltos

en mi frente.

Sentados frente al mar,

saltando peñas,

y el blanco de los ojos

apoyado

en una empuñadura de marfil.

Posiblemente fue

este instante

el tiempo más nuestro

que jamás

hemos tenido.

Acaso estábamos dormidos

y el árbol del jardín

soñaba por nosotros.

En tu mesa de ensueño se serenan las lámparas

y amanece despacio un rubor de albahaca.

Se insinúan rumores en el agua del labio,

en el salto nocturno que calculan paredes.

El recuerdo de un mar con dobleces de sábana

ha llenado los vasos de este brindis callado

como llanto sin roce que pestañas advierten

(Montesclaros)

El aire, a lengüetazos,

va sacando

de nuestra piel el sueño.

La niebla enciende luces

en los robles

y carga nuestra espalda

con sonido lejano de rebaños,

con aflautados dedos

que nos van despeinando las pupilas

de nostalgia.

Espero que mi voz no se resienta

de tanto estar sentada en este lago.

De tanto mascar algas y horizontes

donde alacranes mueren, y un suicidio

es don de cada hora. En este día

las lámparas dan leche a los fantasmas

y se reclina el árbol centenario

ante el fragor constante de la tarde.

Te dije que volvieras de tu llanto

porque subir la noche a los balcones

no es aconsejable a los cansados,

a los que mueren solos y respiran

por prescripción apenas o costumbre.

(Plaza Mayor)

El árbol de las doce balancea

sus manos tropicales de amaranto.

Se llena de aceitunas la mirada.

Mujeres verdinegras y muchachas

decoradas con salitre y lejanía,

alimentan los relojes con su hastío.

Estamos solos, solos, solos y quisiéramos

cogemos de la mano, cantar juntos

una historia que ya no poseemos.

Que ya no sé si llueve o son cigarras

en plena ocupación

de llevar sangre

para calmar la noche

enfebrecida.

Guijarros de colores silabean

esta muerte tan íntima

que llena

de sanes repentinos

el labio perdurable del arroyo.

Ojos de ver encinas

he traído

de este recuento nuevo

de montañas.

De este verano triste

y desangrado

como una piel estrecha

que no sirve

para otros años rápidos,

sin lluvia.

Como una piedra azul

renace el tedio

de estar siempre sentado

en las palabras.

El mar se había llenado

de tejados

cuando una servilleta

de papel

levantó el vuelo.

Esa lengua que asoma

de un bolsillo,

como la tarde, ahogada

entre las olas.

Ese rumor de piel

y de intestinos

que te va madurando

las pupilas,

como la risa quieta

de los muertos.

La noche también fue de esta manera,

de esta valiente y cósmica manera

como las cosas nuestras nos subrayan

y nos trasladan, rígidas, lentísimas,

a los rincones cálidos de siempre.

A las cuartillas tiernas, encendidas,

en que se va escribiendo nuestro asombro.

El humo tiene esquinas

con tu nombre.

De pronto, te rodea

y queda transformado

en una copia fiel

de tu tristeza.

De aquella noche tuya

tan delgada

que apenas un suspiro

y se hada luces,

no habrá quedado nada

en los papeles.

Ahora estamos solos

de otro modo,

y vamos construyéndonos

las uñas

con el furor sangrante

de los lápices.

Enemistad de nube y arboleda.

Enemistad antigua

de vencejos.

Los guijarros están solos

y suspiran.

Encantación de nieve

en el espejo.

Si estoy solo, no llaméis.

El alba se despierta

con ojeras.

El silencio es un racimo

al que se van añadiendo

esqueletos vacíos

de las palabras.

Tu mano dice adiós

como los gallos

cargados de nostalgia,

casi azules.

Encima de tu mesa

está la playa

como una nota escrita

con los dientes.

Detrás de aquellas tapias

ya era jueves.

Me llevo este camino

bajo el brazo.

Ventruda palidece la mañana

en que mueren de halitosis

los arriates.

Estamos maniatados ue recuerdos

en este tren mojado de la prisa

que lleva tu pañuelo favorito

y un ojo de cristal

en el lavabo.

Los perros dan conciertos

de silencio

y ponen los sonidos boca abajo

La tristeza era tuya

aunque no me dijiste

que tus párpados hábiles

cultivaban caléndulas

en los ángulos pares

de una fiesta nocturna.

Arlequín disfrazado

de muñeca sin brazos,

derramó el desayuno

en las manos nostálgicas

de los cuatro piratas

que vigilan la alfombra.

El jardín llueve horas

en la cal puntiaguda.

Ya no damos convites

para estatuas de barro.

Anoche estuve triste

porque el valle

se me volvió canción

y el agua estaba lejos

cuando tu mano aljibe

dio la hora.

Escuchas este árbol de la pena

cuando un latido rojo se desclava

para decir las horas de los muertos.

Estás sentado encima de un incendio

y tienes la mirada de puntillas

como el cristal doblado que fue lengua.

Enciende tus cabellos de araucaria

para que puedan verte las ventanas.

Para que barcos ciegos

tengan prisa

y vengan a cenar

todos los pájaros.

Debajo de mi piel hay una playa

y un río de madera

que se queda sin voz

cuando estás lejos.

He visto tantas cosas que

decidme si no es mejor

volver

a lo que el viento

anduvo divulgando

de nosotros.

He visto tanto mar

esta mañana,

tanto laurel falaz

haciendo tumbas,

que puedo estar despierto

muchos años.