La rosa. Y tú me dices
que dialogar no es fácil,
que se quiebran
los cristales raídos
del aliento, cuando
la línea curva
es la más corta
entre dos puntos que nunca
han existido.
Silencio. Se alimentan
los libros con pastillas
de un cielo diminuto.
Oye: tu voz apenas me regala
un coloquial regazo
de aceituna.
Una voraz pirámide de lirios
para correr despacio
hacia ese tiempo
en que la sal se muere,
en que está triste
el maltratado arroz
de tus pestañas.
A veces, las mejillas marmolean
como el abeto triste
de otro invierno.
El hombre de metal llamó
a mi puerta.
Botellas de licor
tan boca abajo,
que ya no sé si el tiempo
o bien esta bufanda
que nunca me había puesto.
Los dientes del reloj
tabletearon
contra el raíl opaco
de los timbres.
Si quiero estar ausente
me siento en este sitio
dejado por su aliento
al lado de las piedras
que cultivo.
Si me escuchas ahora
que la nieve es acero
y las lámparas mugen
con caricias de óxido,
te diré que estoy triste
como aquel calendario
que perdía los años
por un roto bolsillo.
Desconozco ese perro que te habita los ojos
y la tela de llanto que te pones los jueves.
Me crucé con tu risa sosteniendo la mano
de un periódico pobre con olor a camisa.
Nunca estuve tan cerca de los muertos de entonces
como el día en que dijiste que teníais veinte años.
Mañana es esta flor
que no conozco,
que me lava las manos
y se enciende.
Ahora es tan después
como esa lluvia
que guardo en la carpeta
y me consuela.
Y desde aquel recuerdo
que te sirvió de esquina,
regresa a tus cabellos
la costumbre
de hacer sonidos leves
en mis dedos.
Tus ojos eran islas
con palmeras
que se han marchado lejos
de la lluvia.
que convirtió tu miedo
en una herida.
Maduraban en tu piel
los barcos tristes,
las hojas de un encuentro
entre granitos.
La tierra hasta los labios,
las tormentas
y el tacto de un guijarro
en las entrañas.
Estabas componiendo tus defensas
con restos de una huida:
tu llanto tiene ahora
muchos nombres.
Tenías un jardín en el cerebro.
Pero has corrido tanto
sin poder abrir los ojos,
que tus puertas
están enmohecidas.
Y ahora sólo piedras
resuenan
en tu sueño.
Regresas de la noche como de un lago en calma
y tu cabello lúgubre acentúa las horas.
Me he perdido en las calles que conservan tu nombre
respirando la seda como un aire de enero.
Como un viento de entonces, cuando hacíamos las hojas
y poníamos escarpias en mitad del espejo.
Ya no escucho tus pasos, pero suenan tus ojos
como en una cascada de violetas con luna.
Un banquete de rocas me mantiene alejado
de rosales y ortigas, de papeles con fecha.
Los muertos nunca duermen
y los árboles
tienen recuerdos tristes
cuando ha quedado abierta
en la noche
una ventana.
Y tú me miras más
cuando no estoy
y la mañana toda huele
a naftalina.
Quizá no estaba escrito
que mi entierro
resultara puntual
y geométrico
como un salto mortal
nunca ensayado.
Fue un masdificiltodavía
con desayuno para dos
y huesos de cereza
en las pupilas.
A veces tienes manos en los ojos
y vas reconstruyéndome por dentro
como si un recuerdo tuyo se vengara
de estar entre papeles tanto tiempo.
A veces los ladrillos son más dulces
que estar casi enterrados en la arena
mientras nace al horizonte una montaña.
La tarde se despide de tus ojos
como una mano muerta
en las entrañas.
Los ríos más recientes de la piel
se multiplican
y nos quedan mirando
igual que perros,
igual que aquellos árboles
de pasta
que no podíamos comer
de tan calientes.
Los años son papel para una hoguera,
para una señal tenue
del cansancio,
nuestra más clara noticia
de estar vivos
Recuerdo que tu voz era una fiesta
de pájaros galopes tan de cerca.
Porque no llegan trenes a este año
en que me voy despacio como un río.
La muerte es un rincón
de este silencio
que estamos habitando
como a medias.
Y se nos queda chico
hasta el aliento,
hasta las venas altas
de las vigas.
Entre tu voz y el aire
hay una sima
que el tiempo va llenando
de guijarros.
Para tu ojo es todo
tan sencillo
como tocar el cielo
con los dedos.
A veces eras triste como un roble
que llega dando saltos
a la noche.
Ya las tapias torcidas
no descansan
cuando se apaga el vino
y los harapos,
cuando lo hogaza enciende
sus costillas,
y nos sentamos juntos
a miramos.
Contemplas esa calle
por donde va tu sombra
cargada con los libros
que esperas, algún día,
haber leído.
Te sientas en el hueco
de la nube,
y ves pasar, rodando,
los relojes.
Encontré desvanecidas las palabras.
Quise ofrecerles pan, palmadas
en el hombro. No pude conseguir
otros sonidos que los de mi respiración
bajando, sin cesar, esta escalera.
Me hicieron así los espinos
y el aire encerrado
en botellas de alambre.
Las colinas estiran los brazos
y esconden el rostro
en el pecho del viento.
No enciendas el sol todavía.
No pises las hojas que llegan
pisando recortes de tarde.
El piano tenía arrugas
en la frente.
Pensé que estaba triste
porque el viento
hacia ruido en los jarrones.
Se fueron durmiendo las ventanas
y pude sentarme a escuchar
aquel silencio
con que los dos nos entendíamos.
No sé por qué llorar es casi humano,
como un poema triste entre dos luces.
A veces no nos miran las fachadas
Y nos crece el temor de haber pasado
de largo ante la puerta
que nos llama.
No estabas en la calle
cuando el viento
dejó tu nombre atado
en las cortinas.
El tiempo es un estado
de esperanza
que nos brota sin rumbo
de las uñas.
Lugares para no estar.
Para no tener recuerdos
de una luz alucinada,
de un melancólico tacto.
En el patio está sentada
la muerte, echando pan
a un reloj domesticado
que sabe mover los dedos.
El alba nace toda de repente
en este curvo dardo
de tu brazo.
Cuando el balcón te llama
y nadie tiene
la llave para entrar
en los incendios.
Ya sé que estás aquí
porque te has ido,
porque el aliento triste
de los vasos
retiene aquella historia,
con una mariposa de cien alas,
que por entonces
solíamos contamos.
No puedo recordarte de otro modo
si no es desde aquel retrato
clavado con alfileres a una viga
para poder miramos las espaldas.
Como dentro del aire,
como dentro
de aquella piel cansada
que las piedras
se ponen un momento
para verse.
Como pisando lluvia
y agitando
un cántaro de voz
que nunca lleno.
Así me buscan horas
y cansancios
para tocarme dentro
de los ojos.
Devuélveme la noche.
No me dejes
sentado en este sol
de tanto días.
Se me han pasado todos
los arroyos
y tengo en cada ojo
una pisada.
De ortiga adormecida
son tus ojos,
como el silencio blanco
de estar muerto.
Como la espuma aleve
de un pasado
que asoma en el bolsillo
y nos invita
a todos los descansos.
Pentagrama
para dormir despacio
el mediodía.
Inmensamente piel, tanta batalla
regresa mis pisadas
al espacio
en que vacilan lámparas.
Los labios de aquel día
se quedan como huéspedes
del vaso.
Como rincones de agua
para mirar el puente
que se aleja.
De miedo y de nostalgia,
como si el tiempo fuera
nuestro amigo.
Como una tempestad
en las toallas,
y el barco que nos trae
el desayuno
estaba dando pan
a las hormigas.
Arroja las preguntas
y prepara
aquel licor amargo de los pasos
para subir peldaños
de una huida.
Para poder hacemos un retrato
sin demasiado ocre
en las mejillas.
Se confabula el sueño
y estar triste
es don que se concede
a los humanos.
Cuando despierta el tren
ya hemos partido
llevándonos el sol
de las cortinas.
Tu agilidad de lámpara
en ayunas
se despide de mí
como una fuga,
como la mano novia
de los barcos
sigue diciendo adiós
cuando es la noche
y hasta las acuarelas
tienen hambre.
Arrugas de cristal, dedos de lumbre
para la piel estable de diciembre.
Porque castillos vengan a tu fiesta,
porque la paz es árbol de otros años
y un día es una sombra navegable
con fechas ya borradas por los labios.
Como una seña líquida dejada
por los moluscos negros
de los besos.
Como del vino estoy
cuidando ausencias
para no dar motivo
a esta tristeza.
Porque nacían árboles,
de pronto,
y no teníamos manos suficientes
para doblar la esquina
de estar solos.
El mar siempre regresa
de la noche,
y tiene los ojos
enturbiados
por la espera
La habitación callada
y nuestras manos
en penumbra.
Nuestros dientes, en lugar
de las respuestas.
En el lugar que antes
ocupaban las palabras,
hemos puesto a calentar
este silencio.
El tiempo tiene ojeras
y puede convertirse en
árbol paralelo
a los raíles tristes
de la niebla
cuando se queda ciega
sobre el río.
Cataratan las algas un disparo.
Estamos. Y los muertos
no vienen a cenar.
Campanas no sugieren
este instante.
Tu falda es una mesa
con rincones
para esconder las manos
desde lejos.
Porque no sé muy bien
si he venido mañana
en el tren derretido
de sabor a rosales.
En las nubes rampantes
que simulan praderas,
he traído estas manos
como único objeto
para hacer que regresen
a tus ojos calandrias.
Un cielo de rodillas. Una lámpara
quebrada por el hambre
de ser día.
Debajo de los montes
crecía la mañana
y llegaban las piedras
como si de alaridos
o de tantos regresos
estuviéramos solos.
La lluvia te recuerda
como un sonido gris
de caracolas.
Como un fuego en las manos
que no quema
porque ha venido solo
de la noche.
Por este grito mío
que no existe
o una forma de sexo
para el aire.
Porque los platos llenos
tienen hambre
y el miedo se supone
en cada niño.
Te esperaré en voz alta.
Casi siempre
llegaba retrasado
a los recuerdos.
Por si la muerte viene
y no estoy triste
o los zapatos sueñan
boca arriba.
Para ensayar despacio
este silencio
que silabean cáscaras
de labio,
me pongo a descansar
a toda prisa
de los minutos anchos
como espejos.
Mano que a veces llora,
que respira
con una voz lejana de ajimeces.
Cuando destellan sábanas,
y zuecos
preguntan presurosos
desde dentro.
Un túnel de hojas secas
y de ruidos
me sirve de palabra
en este paso
Porque ahora te alimentas
de silencio,
y te llegan las arrugas
hasta el blanco
de los ojos.
Comprendo que la edad
es una historia
que nos llena las manos
de papeles.
Quisiera construirte para mía,
como el olor lustral
del desayuno.
Como la piel delgada
de un abrazo
que nos ponemos siempre
antes de irnos.
Sentados en la lluvia.
Como rodando el sol
hasta los límites
del pozo.
Tenemos unas manos puntuales
para estudiar despacio
aquella historia
radicada en nosotros
desde siglos.
No quiero ser despacio
ni estar lejos
cuando balcones blancos
de la ronda
nos dejen en las manos
este grito
que se nos llena ahora
de otras aguas
venidas a dormir
en nuestra duda.
Cansancio. Despertar. Estar tendido
bajo las blancas, blancas, blancas sienes
que construyó la noche alquitarada.
Como si el vino fuera una piel nueva
que nos ponemos dentro para vemos.
Estuve en ti, y redondo
como un verso
se me quedó este gusto
de estar solo.
Yo siempre anduve lejos,
pero ahora
que te entrego la palabra,
me quedan en los ojos
esas manchas
como de no haber tenido
nunca sueño.
Las rosas vuelan bajas
este otoño,
y los paraguas trágicos
esbozan
un gesto de cansancio.
Porque la lluvia mueve
dedos lánguidos
o espaldas de guitarra
que reflejan
otros días.
Estoy en aquel barco que regresa
por un arenal de calendario,
por una pasarela de granito
como dando a entender que no es la hora.
Debajo de las copas apagadas
se queda este mensaje novelado
para que no tengas dudas y recuerdes
que nunca fuimos eso que hemos sido.
Me quedo así, de luz, como la tarde
que llega dando saltos y se asoma
al ojo mirador. Como el sonido
que nace diminuto y se amamanta
en todas las esquinas cariciables.
A veces muero pronto o me despierto
cuando apenas el sueño toca el timbre.
Para encontrar el puente necesito
haber conferenciado con los árboles.
Estuve ausente de ti
por tanto tiempo
que hasta los ojos
se me fueron volviendo
largos
como abrazos.
Sonaba una palabra.
Volví a pensar que el tiempo
es un regazo
donde encontrar unidos
los silencios
de todas nuestras muertes.
De tanto ver el mar
en tus mejillas,
ya no sé... pero es posible
que el agua corra sola
hacia mis manos.
Esto de ti que tengo
como mío,
no es más que lo que tuve
cuando nunca
todavía.
Volverán a crecer los dinosaurios
y tendremos un tiempo
dilatado
para doblar la pagina
del campo
hasta nuestras mejillas
de mañana.
Entonces aún no éramos pequeños
como ahora
que tenemos muchas manos
y podemos escuchamos
por un tiempo ilimitado,
equivalente
a lo que eran
eternidades resumidas.
Como si tu voz no fuera de otros días
y un carro te llevara muy despacio
hacia la muerte blanca de los tilos,
hacia las fuentes aún no descubiertas.
Pregúntame por ti, cuando los labios
no tengan otras dudas que la mínima
cotización del beso. Cuando todas
las mañanas se pueden colocar
en el estante, y desandar el tacto
hasta el límite exactísimo de nunca.
La noche es un cadáver ambulante.
Por eso estamos tristes
cuando el párpado añil
de la ventana
nos llena de recuerdos
anteriores a la infancia.
Porque también se mueren
las estampas,
o aquel mordisco tierno
de la lluvia
conservado quizá
dentro de un libro.
En el almiar borrado,
las palomas,
como dedos de lumbre
repitiendo aquel número
en sus múltiples caras.
Lentamente. Como el mar
entre los árboles,
como los dedos blandos
en la arena,
por donde van algunos
de los días
que más hemos querido
Colección de autores salmantinos
EDICIONES
Diputación de Salamanca
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