domingo, 18 de septiembre de 2011

AMISTAD QUE QUISO SER PROLOGO


Emilio Rodríguez, capitán de tertulia poética, es algo así como la Legión: a quienes llegan a él no les pregunta qué vientos traen, qué asalto luminoso han cometido contra la poesía. Luego, si llega el caso, los perdona. A él jamás lo he visto perdonarse.

Así 10 conocí yo, hace algunos años, una tarde de mayo y de palabras, en su convento de San Esteban. Así tuvo que perdonarme.

Recuerdo que leyó cosas que me gustaron, aunque las leyó mal, muy mal. Parecía como si, al acercaros, se le cansaran todos los versos en la voz y vinieran de mucho más lejos de lo que venían: de una infancia asturiana imposible, tan hermosa de antorchas que no podía ser suya ni de nadie en la tierra.

Acababa de publicar un libro: Pregunto por el si­lencio. Yo lo leí como creo que se debe leer un libro de poesía: con los oídos, con los ojos, con el silencio. Quise compartir mis reflexiones con alguien y sur­gieron unas cuartillas que hablaban de nieblas, de ca­rretas, de rebecos, de bosques. Aún no conocía yo Asturias, pero muy pronto pude comprobar hasta qué punto Emilio me la había hecho florecer en el poema. Entonces sinteticé todo aquello en la palabra regre­sos y quería decir que el poeta había desandado con la boca --con la boca agrietada de caminos- todas las piedras suyas, hasta la sed primera. Me equivoqué, como la paloma de Alberti, de cielo y de nostalgia. Y sé que no se vuelve: son ellos, los recuerdos, viejas madres vacías, los que regresan a llenarse de nosotros. Y lo hacen tan dulcemente que nos rompen las puertas.

De aquel libro tengo en la memoria un verso que me parece mío: Todavía no he descansado de la infan­cia.

Pronto llegó la amistad y pude leer -para mí sólo, como una cabalgata de Reyes para un niño riquísimo o ciego- casi toda la poesía de Emilio Rodríguez. Ha escrito mucha y a mí me parece que sigue sin ajarse -¿en qué carpetas?-, esperando, un silencio con memoria de voz.

También la he visto nacer (mira, / mira cómo me nacen los poemas).

Nace en alumbramientos difíciles, en larguísimas madrugadas de lucidez y de fuego. La he visto doler durante meses. La he visto no nacer.

Así surgieron, síntesis de esbeltez y de hondura, estas Horas Menores.

Poesía para el lujo imaginativo, desangrada hacia dimensiones esenciales. Poesía, en suma, para el hombre total. Asalto continuo de lo sorprendente. Ruptura con la pobre lógica cotidiana, la que nos ponemos todos los lunes para convencemos de que el reloj marca una hora cada sesenta minutos.

Pero conquista, en cambio, de la lógica eterna, burladora del espacio y del tiempo, tenazmente resbaladiza, latigadora de la muerte aherrojada. La poesía es nuestra, pero no esclava nuestra. Es necesa­rio sorprenderla para quedar sorprendidos. Violar las luces desgastadas, desgarrar las suturas. Urgir el lu­minoso, diario nacimiento: Hay fracturas que aroman / la dignidad de otras liturgias.

Esto es, aproximadamente, lo que yo creo que ha hecho Emilio Rodríguez:


Delante de tu voz

se alza una torre

herida de banderas

hasta agosto.

Serpiente de tu pelo

a boca llena,

como una espiral loca de vencejos.

Algunos de sus poemas son hermosísimas gregue­rías, deslumbrantes hallazgos visuales e imaginativos: Los guijarros se siembran / en invierno / para que pueda el verano / tener dientes. O bien: El silencio es un racimo / al que se van añadiendo / esqueletos vacíos de palabras.

Otras veces, la palabra se esencializa en lo es­tremecedor humano, abriendo boquetes de inagotable proyección sugestiva:

El tiempo tiene ojeras

y puede convertirse

en árbol paralelo

a los railes tristes

de la niebla

cuando se queda ciega

sobre el río.

El tiempo, la soledad y la muerte pueden encon­trarse con lo lúdico sin repugnancia alguna, no como signos de contradicción, sino como necesaria afirma­ción de plenitud en la ultralógica.

Aceptar esta lúcida convivencia e integrada en ese punto de intersección donde concluye el severo raciocinio y da comienzo el caos iluminante es ganar doblemente. En primer lugar, la potenciación de una vía acaso no usual de comprensión del ser. Y luego, el disfrute estético del libro que tienes, lector, en tus manos. Esto te dice su autor: Te esperaré en voz alta.


ANTONIO SANCHEZ ZAMARREÑO

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