La niebla es un buen traje
de estar muerto,
y las manos afiladas dan la hora
con sonido de bizcochos.
Se me atascó el piano
en la pupila.
No pude regresar de aquella ira
que sentías cuando el reloj
te daba besos.
A veces damos pan
a las estrellas.
O nos llama la tormenta
y no hemos regresado todavía
de nuestro viaje diario
a las veletas.
Mascando pan de alambre
me suscribo
al limo parietal de tu epidermis.
La noche estaba sola
y hacía llanto
entre los muslos
de la estatua.
Algunos abedules dicen misa
mientras, redondo, ladra el sol
en el ojo apedreado
del alfeizar.
El pozo está cansado
de ser ojo
y quiere andar desnudo
entre los trigos.
Hacía viento sur en tus ojeras
el día que agonicé dientescorbata.
Estuve roto y dije
otras mentiras
que no llegó a creer
tu eterno labio.
A orillas de tu ojo
estuvo el viento
sentado como buda de las cuatro.
Si alguna vez regresas.
a las cañas,
podrás ver que los vidrios
no envejecen.
Estuve en tu balcón.
No eras la rosa.
Estuve en tu balcón
llorando el agua.
No había amanecido
en las cortinas.
Para la piel de ahora
y para cuando
me encuentre el sol subido
en las rodillas,
ya tengo una palabra
hecha de círculos,
como las piedras locas
de un diluvio.
Aquí yace una hora,
un músculo de tiempo
tan pequeño
que apenas los relojes
lo sabían.
Pero el árbol
nunca es horizontal,
nunca se calla
y puede marchar lejos
bajo tierra.
Los guijarros se siembran
en invierno
para que pueda el verano
tener dientes.
Otros caballos lloran,
no almireces,
no viento de orinales.
Tibias locas.
Una flauta de caña
me agoniza.
Por donde lloran álamos
el viento de las doce.
Tus zapatos de carne
no me sirven ahora
para hacer este salto
de quizá no tan lejos.
Pero estábamos vivos
y tejíamos la risa
como un vaso de vino
que refleja la noche.
Te conocí en un libro.
Por la montaña errante
de tu pelo
resbalaban mañanas de cereza.
He sellado las páginas
para que tu mirada
de sedal
no pueda herirme.
Oyes llorar el alba.
Te despiertas.
Un río ata tus manos.
Deja al tiempo,
con su pisada múltiple de hormiga,
trepar por la montaña
de tu sueño.
Escucha la almohada.
Ya no hay horas.
El llanto ha sepultado
los relojes.
Avanza por el alba tu silueta
de volúmenes claros,
de cadenas
para enlazar el aire.
Un río de cartílagos, de ojos,
lucha con la ceniza.
Has construido el árbol
y te alejas.
Otra vez tengo las manos
encendidas.
Hasta ahora no estuve nunca triste.
Es más, sólo lloré porque la lluvia
sacaba de mis ojos el pasado.
Hasta ahora no estuve nunca solo.
Si alguna vez grité
en la noche,
quizá estaba intentando conseguir
distintos tonos
de silencio.
Ulises, tus espaldas son azules
como un mar sonámbulo de élitros,
como la senda oscura de un entierro,
mientras la bruma enciende su tahona
y nos llena los labios de azahares.
El mar es tan amigo como un libro
donde escondemos cartas de cigüeñas,
donde la misma historia tiene venas
de distinta largura cada hora
que sonoriza otoño en nuestras cejas.
Como una flor de ahora
o esta nieve de antaño
para llenar rincones
de visceradas ansias.
El corazón no dice
las últimas noticias,
pero se queda triste
cuando los vientos vuelven
y no encuentran tejado
para extender sus huesos.
Cuando vuelvas de entonces
y me traigas
la grieta de un rosal
entre los ojos,
sabré que has visto el tiempo,
calle abajo,
rodando, como un niño
que se pierde
(Duke Ellington)
Agudos arcabuces, serpentinas
de melaza, con los dientes
apretados.
Una comba voluntad
de estar muy lejos,
de frotarse la piel por las aceras
para no ser nunca blanco,
para ser un poco
menos triste,
un poco menos corteza de bandera
y este líquido piano
que siempre está de luto.
Tenemos que llorar con mucho ahínco
para llevar los huesos
limpios
a la muerte.
En nada se parece un viento tuyo
al terco respirar
de los maizales.
Pero me llegas siempre
como alquimia
de un cielo con reflejos babeantes,
con montículos de lino
enmohecido.
Y aquel barco de niebla
que arrastraba
un caballo sin ojos
por el espejo blanco
de retamas.
Estos que somos tres, como un recuerdo
guardado en celofán, de madrugada.
Tu muerte, tu espesura, el implacable
puño de pedernal en las costillas.
Cuando tenga menos años, me resigno
a no sembrar futuro en las macetas.
Pero mi voz se ahueca y no florece
aunque rebaños vengan a ignoramos.
Al barco que navega tu pupila
no le han salido dientes
todavía.
Por eso la noche, de puntillas,
quiere imitar al mar
sin conseguirlo.
Me sorprendió la piedra,
estuve ciego
por siglos o minutos.
Pasó a mi lado el río
y la palabra
estuvo sentenciada, desde entonces,
a ser como la piel
que nos disfraza
de arena caminante
o viento detenido.
El tiempo mece al árbol
en tu ojo,
como estaba la semilla
cuando manos
la cercaban.
Se te sientan las sombras en el banco del parque
y tu espalda flaquea mientras llegan los álamos.
Una cierta insistencia, semejante al cariño,
va poniendo escaleras, palomares nocturnos,
donde esperan mañanas reticentes y locas
como fuego en la mano de noviembre aplazado.
Y los vasos te llenan con su terco vacío,
con sus franjas de azúcar, asomadas de lejos.
Un arroyo es un cuento repetido hasta el sueño,
repetido hasta el día en que espadas te digan.
La piedra te recuerda
siempre estático,
como eras cuando ella, idéntica a sí misma,
te esperaba.
El teléfono del mar
sonó toda la noche
entre las sábanas.
Soñé que, desde la muerte,
me llamabas.
(Jeronimus Bosch)
Por el alero venían los caballos.
Traían escafandras de azabache
y un cuchillo clavado en los ijares.
Las horas caían en los jarrones
con sonido de piedras
sobre el agua.
Estatuas doblaban la cintura
y recorrían a pie los negros pentagramas
de un lluvia semejante
a aquellos labios
que Dante no encontró
en su alegre recorrido
hacia la Estigia.
El almendro abrió los brazos
al camino.
Entonces comprendí
que marchar lejos
es también una forma
de no aceptar la muerte.
Delante de tu voz
se alza una torre
herida de banderas
hasta agosto.
Serpiente de tu pelo
a boca llena,
como una espiral loca
de vencejos.
Cuando llueve en las lámparas
y tu mano bosteza,
no me tires palabras.
El incendio de espejos
multiplica la ausencia.
Recuerda tu futuro.
Si consigues que el viento
te persiga,
podrías calmar la fiebre
en los relojes.
Algunos lunes de estos
no merece la pena
estar tan muerto.
Porque si alzas la cabeza
y te oyes respirar,
adivinas que tu voz
estuvo en casa.
Me despido de ti cada mañana
para volver despacio a mi tristeza.
Que me gusta morir con paso firme
sin tener que consultar con los espejos.
El mar es este monte derramado
que llama con el puño
a mi ventana.
Esta conciencia azul
de estar sentado
en niebla endurecida,
en rocas blancas
por las que van resbalando
las palabras.
Por escribir tu nombre en una piedra
recurro al alfabeto
de los árboles.
Y no tengo sonidos suficientes
para dejar cercado
este silencio
que grita y que da saltos
en mi frente.
Sentados frente al mar,
saltando peñas,
y el blanco de los ojos
apoyado
en una empuñadura de marfil.
Posiblemente fue
este instante
el tiempo más nuestro
que jamás
hemos tenido.
Acaso estábamos dormidos
y el árbol del jardín
soñaba por nosotros.
En tu mesa de ensueño se serenan las lámparas
y amanece despacio un rubor de albahaca.
Se insinúan rumores en el agua del labio,
en el salto nocturno que calculan paredes.
El recuerdo de un mar con dobleces de sábana
ha llenado los vasos de este brindis callado
como llanto sin roce que pestañas advierten
(Montesclaros)
El aire, a lengüetazos,
va sacando
de nuestra piel el sueño.
La niebla enciende luces
en los robles
y carga nuestra espalda
con sonido lejano de rebaños,
con aflautados dedos
que nos van despeinando las pupilas
de nostalgia.
Espero que mi voz no se resienta
de tanto estar sentada en este lago.
De tanto mascar algas y horizontes
donde alacranes mueren, y un suicidio
es don de cada hora. En este día
las lámparas dan leche a los fantasmas
y se reclina el árbol centenario
ante el fragor constante de la tarde.
Te dije que volvieras de tu llanto
porque subir la noche a los balcones
no es aconsejable a los cansados,
a los que mueren solos y respiran
por prescripción apenas o costumbre.
(Plaza Mayor)
El árbol de las doce balancea
sus manos tropicales de amaranto.
Se llena de aceitunas la mirada.
Mujeres verdinegras y muchachas
decoradas con salitre y lejanía,
alimentan los relojes con su hastío.
Estamos solos, solos, solos y quisiéramos
cogemos de la mano, cantar juntos
una historia que ya no poseemos.
Que ya no sé si llueve o son cigarras
en plena ocupación
de llevar sangre
para calmar la noche
enfebrecida.
Guijarros de colores silabean
esta muerte tan íntima
que llena
de sanes repentinos
el labio perdurable del arroyo.
Ojos de ver encinas
he traído
de este recuento nuevo
de montañas.
De este verano triste
y desangrado
como una piel estrecha
que no sirve
para otros años rápidos,
sin lluvia.
Como una piedra azul
renace el tedio
de estar siempre sentado
en las palabras.
El mar se había llenado
de tejados
cuando una servilleta
de papel
levantó el vuelo.
Esa lengua que asoma
de un bolsillo,
como la tarde, ahogada
entre las olas.
Ese rumor de piel
y de intestinos
que te va madurando
las pupilas,
como la risa quieta
de los muertos.
La noche también fue de esta manera,
de esta valiente y cósmica manera
como las cosas nuestras nos subrayan
y nos trasladan, rígidas, lentísimas,
a los rincones cálidos de siempre.
A las cuartillas tiernas, encendidas,
en que se va escribiendo nuestro asombro.
El humo tiene esquinas
con tu nombre.
De pronto, te rodea
y queda transformado
en una copia fiel
de tu tristeza.
De aquella noche tuya
tan delgada
que apenas un suspiro
y se hada luces,
no habrá quedado nada
en los papeles.
Ahora estamos solos
de otro modo,
y vamos construyéndonos
las uñas
con el furor sangrante
de los lápices.
Enemistad de nube y arboleda.
Enemistad antigua
de vencejos.
Los guijarros están solos
y suspiran.
Encantación de nieve
en el espejo.
Si estoy solo, no llaméis.
El alba se despierta
con ojeras.
El silencio es un racimo
al que se van añadiendo
esqueletos vacíos
de las palabras.
Tu mano dice adiós
como los gallos
cargados de nostalgia,
casi azules.
Encima de tu mesa
está la playa
como una nota escrita
con los dientes.
Detrás de aquellas tapias
ya era jueves.
Me llevo este camino
bajo el brazo.
Ventruda palidece la mañana
en que mueren de halitosis
los arriates.
Estamos maniatados ue recuerdos
en este tren mojado de la prisa
que lleva tu pañuelo favorito
y un ojo de cristal
en el lavabo.
Los perros dan conciertos
de silencio
y ponen los sonidos boca abajo
La tristeza era tuya
aunque no me dijiste
que tus párpados hábiles
cultivaban caléndulas
en los ángulos pares
de una fiesta nocturna.
Arlequín disfrazado
de muñeca sin brazos,
derramó el desayuno
en las manos nostálgicas
de los cuatro piratas
que vigilan la alfombra.
El jardín llueve horas
en la cal puntiaguda.
Ya no damos convites
para estatuas de barro.
Anoche estuve triste
porque el valle
se me volvió canción
y el agua estaba lejos
cuando tu mano aljibe
dio la hora.
Escuchas este árbol de la pena
cuando un latido rojo se desclava
para decir las horas de los muertos.
Estás sentado encima de un incendio
y tienes la mirada de puntillas
como el cristal doblado que fue lengua.
Enciende tus cabellos de araucaria
para que puedan verte las ventanas.
Para que barcos ciegos
tengan prisa
y vengan a cenar
todos los pájaros.
Debajo de mi piel hay una playa
y un río de madera
que se queda sin voz
cuando estás lejos.
He visto tantas cosas que
decidme si no es mejor
volver
a lo que el viento
anduvo divulgando
de nosotros.
He visto tanto mar
esta mañana,
tanto laurel falaz
haciendo tumbas,
que puedo estar despierto
muchos años.
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